Gustavo Petro será probablemente recordado como un presidente que desperdició una oportunidad única. Como primer mandatario de izquierda en una nación históricamente conservadora, llegó al poder con altas expectativas de cambio. Sin embargo, tras tres años de mandato, su gestión se perfila como una de las más discretas de las últimas décadas. Lo que parecía una oportunidad para abrir el sistema político y la administración pública a sectores históricamente excluidos, hoy se ha convertido en un gobierno aislado, desgastado y desconectado del país político y de la opinión pública.
Un factor clave de este declive ha sido su estilo de dirección y liderazgo: jerárquico, rígido, pero a la vez desarticulado, desorganizado y poco estratégico. Su débil dirección ante todo ha minado su propia gobernabilidad. Su desinterés por la administración, su limitada capacidad de reflexión y autocrítica como líder, y su desconexión con su gabinete y asesores han sido constantes de su administración. No ha logrado movilizar ni articular a su propio equipo en torno a una estrategia unificada, y su confrontación con alcaldes, gobernadores, el sector privado y sectores claves de la opinión pública, ha contribuido a una sostenida parálisis gubernamental.
Petro y la (mala) gestión pública
La gestión pública exige estrategia, comunicación efectiva, coordinación, trabajo en equipo, negociación, motivación, capacidad de ejecución. Petro ha ignorado sistemáticamente esta dimensión central del arte de gobernar. No ha sido bueno construyendo equipos ni tampoco asumiendo responsabilidades o delegándolas acertadamente. Su gobierno llega a los tres años y, lejos de corregir, ha profundizado los desfases de gestión y liderazgo y ha evitado por todos los medios asumir responsabilidad sobre ellos.
Lo mostrado en su administración revela que Petro no es un buen gestor público. El otrora animal político capaz de hacer control feroz a la ejecución de gobiernos y funcionarios parece menos empoderado del lado de la gestión. Las acciones de su gobierno no se enmarcan por la planeación estratégica, la gestión de proyectos, la gestión presupuestal eficiente, la comunicación efectiva, la articulación interinstitucional, la colaboración, la persuasión o la flexibilidad. Para Petro esos temas no pareciesen ser de su resorte, antes bien busca desmarcarse de su responsabilidad y omitir las evidentes consecuencias de sus propias falencias de gestión.
Más aún, Petro ha practicado el “outsourcing” político y administrativo en su gobierno. Ha delegado la gestión del Estado a activistas leales o recomendados de maquinarias tradicionales, muchos sin las competencias, especialización o experiencia requeridas. En su volatilidad ha configurado un gabinete fragmentado y antitécnico, con unos leales más enfocados en defender al discurso del presidente o con unos políticos y activistas moviendo sus agendas, más que enfocados en movilizar el gobierno, articular políticas, coordinar el aparato político-administrativo y alinear en la ejecución a cientos de entidades del Estado.
En el plano político, Petro también parece haber delegado a camaleones políticos tradicionales, anclados en prácticas clientelistas y hasta poco ortodoxas, su relación con los actores sociales, la oposición y sectores de la política. Quizás con la esperanza de avanzar sus reformas Petro les delegó ese “trabajo sucio”. El problema es que estas figuras no solo no han sido útiles en la gestión política de sus iniciativas y reformas, sino que han profundizado las fracturas con la oposición y la desconfianza ciudadana.
¿Ni líder, ni gestor, ni político?
Las acciones y decisiones de gobierno de Petro reflejan un liderazgo inmaduro. No ha logrado proyectarse como estadista, antes bien ha desestimado la institucionalidad y la dignidad del cargo. Su reacción frente a los pobres resultados de su gobierno ha sido emocional y, a veces, antidemocrática. Deslegitima y denigra de la separación de poderes a la que bautizó “bloqueo institucional”. Descalifica el control político y ataca a la oposición, mientras la acusa de “falta de voluntad política”.
No parece ver, o querer reconocer, que es su propia limitación para construir consensos y gestionar la que lo ha dejado sin margen de maniobra. En lugar de corregir el rumbo y liderar un proyecto colectivo, ha optado por confrontar y dividir. Amenaza con levantar al “pueblo” contra las élites y propone una constituyente improvisada como salida, y más que todo cortina de humo, a su debacle de gestión. Sus actos recientes revelan desesperación y resentimiento más que la introspección de un líder estadista.
Tres años después, el balance es claro: Petro ha sido un político regular, un mal gestor público y un líder precario. A estas alturas, parece más enfocado en desarticular el camino de sus detractores, atacar y alterar a las elites que en gestionar, cohesionar y movilizar. Su gobernabilidad cada vez más tiende a cero pero, abrogándose la voz del “pueblo” con menos de un 30% de favorabilidad, parece decidido a jugar hostilmente para avanzar a las malas sus reformas, incluso si eso implica atropellar y desestabilizar el orden institucional del país. Mientras tanto la gestión pública parece seguir al garete y el presidente Petro parece omitir que esa será una métrica central sobre la que se evaluará el legado de un gobierno que ante todo no logró ser lo que pudo haber sido, en buena medida por él mismo.
Pablo Sanabria Pulido es Ph. D. en Administración Pública de American University en Washington D. C. y magíster en Políticas Públicas de la London School of Economics. Actualmente, se desempeña como profesor de la Universidad EAFIT, investigador en la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes y coeditor de la revista Public Administration Quarterly (PAQ).