Pablo Sanabria-Pulido

Publicado en Contexto Media

Hace unos años nos invitaron a una oficina del gobierno nacional en Bogotá a académicos que de diferentes lugares del país viajamos a conocer un proyecto de ¨regionalización¨. Hablaron con propiedad de cómo iban a revolucionar el desarrollo de ¨las regiones¨, presentaron cifras de presupuesto, dijeron muchas veces stakeholders y KPIs (key performance indicators) y presentaron todos los componentes del proyecto, o bueno casi todos. Al acabar la presentación pregunté si habían pensado en quiénes iban a implementar ese proyecto, cómo los reclutarían, si habían definido sus perfiles y competencias, si esas personas ya estaban capacitadas, si las iban a contratar como prestación de servicios o carrera, y si habría participación de los entes territoriales en la definición del personal, sus procesos de selección etc. La respuesta fue: ¨eso se define sobre el camino¨, sellado con un comentario usual del centralismo colombiano de ¨además eso se decide desde aquí sin problema¨.

Al salir de esa reunión sólo confirmé la dificultad de construir capacidad institucional en un sector público de un país que usualmente omite el capital humano como la base de una administración pública y unas políticas públicas efectivas. Sin personas no hay organizaciones, y sin organizaciones a escala humana no hay formulación ni implementación efectiva de políticas públicas ni capacidad institucional. La capacidad institucional la hacen las personas, los servidores y servidoras públicos.

La historia colombiana cuenta como una de sus principales frustraciones el hecho de no contar con una burocracia profesional e independiente de influencias políticas (sí, la palabra burocracia bien usada). Durante el siglo XX, los múltiples intentos -en tanto inútiles como simbólicos- de reforma al servicio civil y al empleo público, revelan la escasa voluntad de las élites políticas y económicas colombianas para crear un servicio público que, más que un botín de empleos, fuera el puntal para el desarrollo de capacidades organizacionales y gerenciales en el históricamente precario y ausente Estado colombiano.

Aunque no todo ha sido fútil en materia de empleo público en Colombia. Particularmente la constitución de 1991 intentó establecer de una vez y por todas una idea de servicio civil, trató de limitar, al menos formalmente, el rol de la politiquería y el clientelismo en la asignación de cargos públicos. Trajo por fin un enfoque técnico para crear una comisión autónoma e independiente encargada de los procesos de selección y evaluación de servidores públicos. Aunque su implementación inicial tomó casi quince años después de la expedición de la constitución, los mecanismos creados brindaron una nueva plataforma que se ha mostrado efectiva, si bien lenta e insuficiente, para implementar un mecanismo de selección basado en el mérito y un sistema de evaluación del desempeño para los funcionarios públicos colombianos.

No obstante, paralelamente llegaban en los 90s las prácticas de la nueva gestión pública a América Latina. El uso de prácticas del management privado avanzó como una fuente de ideas para ¨modernizar¨ el estado. Dicho proceso, si bien trajo algunos beneficios en materia de cambio organizacional y cultura de la innovación a administraciones públicas en todo el mundo, implicó nuevos retos al desconocer valores públicos que diferencian la gestión pública de la privada, u olvidar que no es lo mismo buscar rentabilidad que construir valor público. En materia de empleo público dichas prácticas trajeron consigo la llegada del contrato a término definido como una forma de flexibilización laboral útil para un empleo público anquilosado. Si bien la burocracia y el mérito funcionan para separar la política de la administración, predijeron el mismo Weber y los académicos de la administración pública que la estabilidad en el cargo puede generar incentivos perversos al desempeño y funcionarios inefectivos e inamovibles. Un fenómeno a todas luces indeseable en uno de los países con menor confianza en el Estado y una ciudadanía cada vez más descontenta y desconectada de lo público.

En ese contexto de organizaciones públicas usualmente poco efectivas, con equipos disfuncionales y desconectados de su misionalidad, y un empleo público paquidérmico con lentos procesos de selección, costosos y sobrecentralizados, el contrato por prestación de servicios aparecía entonces como una herramienta útil. Por su carácter temporal y orientado a un objeto contractual específico da flexibilidad a la gerencia, reduce costos de transacción, facilita la agencia y la evaluación. Agiliza la conformación de equipos con personal competente, fresco y mejor conectado con la estrategia de gerentes públicos que llegan a cargos directivos de libre nombramiento y remoción con poco tiempo para generar resultados.

No obstante, lo que aparecía como una solución a problemas gerenciales, se convirtió al final en Colombia en una resurrección de la politiquería en la asignación de cargos públicos. Rápidamente los padrinos políticos encontraron en el contrato por prestación de servicios un medio de cambio rápido y expedito para repartir componendas, pagar favores y generar gobernabilidad, como dirían algunos socarronamente. Tal hecho, combinado con la congelación de los gastos de funcionamiento y la planta a principios de este siglo, generó los incentivos perfectos para que el contrato por prestación de servicios se disparará en la última década y se convirtiera en la principal forma de vinculación al sector público colombiano.

Gracias a ello, el empleo público colombiano hoy por hoy es en buena medida temporal, transitorio, sin continuidad y politizado. Algo que va en detrimento de la gestión sostenible de las organizaciones, de la gestión del conocimiento, de la innovación y de la consolidación de la capacidad institucional. Colombia, a pesar de los avances de la constitución del 91, parece ir en reversa en la profesionalización de su servicio civil. Las organizaciones públicas colombianas brindan un empleo poco retador y de precaria calidad para generaciones Y y Z que, si bien valoran la flexibilidad, son más exigentes en sus decisiones de vinculación laboral. Los jóvenes no ven el Estado como una opción de carrera interesante y los que lo ven no encuentran caminos fáciles para vincularse que no sea por la politiquería. Si Colombia quiere que de verdad lo público sea una opción de empleo que atraiga a los mejores, y no a los corruptos y clientelistas, debe necesariamente modernizar su carrera administrativa, racionalizar la contratación por prestación de servicios y ante todo contar con información y tecnología para conocer y gestionar mejor su propio empleo público, incluyendo a los contratistas.

Pero el punto central es que necesitamos entender que los problemas de capacidad institucional de Colombia empiezan desde las personas. Allí está el nudo central pero también la solución a las limitaciones de nuestro Estado. Al final lo que queda es la necesidad de que hacedores de política pública y políticos internalicen la necesidad de construir un sector público a escala humana, basado en las personas, más que en las tramas legales. Adaptando una frase que había en una valla cerca a la Casa de la Convención de Rionegro, donde se firmó la constitución de 1863, tenemos que recordar que: ¨sin servicio público no hay país¨. Lo público nace desde las personas y existe por ellas. Colombia necesita entender y mejorar su empleo público si quiere contar con la capacidad institucional necesaria para superar sus múltiples debilidades y amenazas institucionales, y especialmente debe empezar a hacerlo desde lo local y lo regional, con innovación y diseñando soluciones propias más que repitiendo modelos pensados para otras latitudes. En nuestra literatura hemos hecho múltiples recomendaciones en esas líneas a las que pueden acceder en el link de publicaciones en www.pablosanabria.org